jueves, 17 de mayo de 2007

Maradona por Gonzalo Bonadeo (*)

  • Diego Maradona todo lo abarca. Las mayores alegrías y las mayores tristezas, lo bueno y lo malo, la solidaridad y el egoísmo de los argentinos, tarde o temprano, amarran en el muelle del mejor futbolista de la historia.

  • Francamente, a esta altura ni siquiera me duele aceptar que el fútbol, con Diego como estandarte, es una de las disciplinas que con más asiduidad compensó –compensa– todo aquello de lo que nuestros gobernantes han sido o son incapaces.
  • No es que me resigne; es tanto el empeño que algunos dirigentes parecen poner en castigarnos por el solo hecho de confiar en ellos, que prefiero tomar la situación como mero diagnóstico y ya no como una obsesión.
  • No es casual que cualquier movida vinculada con su salud nos sacuda tanto. A quienes lo queremos tan sólo porque es el Diego, con la angustia de quien interna a un amigo o a un familiar muy querido; a quienes lo quieren “porque Maradona garpa”, con la obscenidad de quien cree que detrás de la primicia de su muerte se esconde un Pulitzer o cinco décimas de rating; a quienes lo quieren porque son Dieguistas del Siglo XXI, porque nada se cotiza más en un asado que dar fe de que saliste de joda con el Diez, aunque en esa joda se le vaya la vida.
  • Fíjense cuántas formas habrá de querer a Diego, que casi no había salido de la última internación y ya lo habían convertido en co-protagonista del último ¿super lunes? de la tele. Una maravilla de creatividad que combinó a un ídolo tan sedado, que nadie lo hubiera ubicado diez meses antes conduciendo un programa en ese mismo canal, con la definición de un programa que premia a quien aguanta más tiempo dentro de una casa sin hacerse pis encima.
  • Así de maravillosa, así de insoportable ha de ser la vida de Diego entre nosotros. Y en una Argentina tan necesitada de escapismos, contundente para condenar los excesos de Diego o de Charly –a ver si descubrimos que alguno que legisla o conduce también anda duro o fumado por la vida–, la “maradonitis” consigue sublimar nuestro lado bobo.
  • Fíjense cuánta paradoja hay en nuestro amor por Diego, que esta semana nos desangramos analizando lo que vimos en lo de Marcelo en vez de, por ejemplo, honrar aquello que pasó hace 20 años y que se convirtió en una de nuestras principales herramientas en la gesta por coronar a Diego como el mejor, por encima de Pelé.
  • Porque, ¿quién sino Maradona hubiera sido capaz de sacar campeón a un equipo con tanto perro como aquel Nápoli de 1987?
  • Sé que más de uno empezará a hacer memoria y tirará algunos nombres como para refutarme. Les aviso: Careca, Alemao y Zola acompañaron en el del 90.
  • Del primer scudetto les negocio, a lo sumo, a De Nápoli –también estuvo en el otro campeón–, Ciro Ferrara, Bagni o Giordano.
  • En realidad, basta repasar algunos partidos de ese torneo para convenir que ése fue su mayor pase de magia. Imagínense, cuánto mejor que los mejores hay que ser para ser admitido campeón de fútbol en un país tan futbolero como el nuestro, pero en el que a la gente de uno –la napolitana, por caso– no la consideran de Italia, sino del Norte de Africa (Sabemos que en realidad, de Roma al norte no es Italia, sino el sur de Europa).
  • No es que Diego haya puesto a Nápoles en el mapa. Más que eso: Nápoles ya estaba en el mapa, pero mal ubicado, despreciado, paradójicamente respetado por el rigor de su camorra.
  • En tiempos en los que Italia empezaba el despegue hacia un liderazgo económico en Europa, Maradona fue la bandera que los napolitanos tuvieron a mano para gritar su existencia; o, al menos, para tocarle el culo al Norte allí donde al Norte más le duele: en la batalla de las pelotas.
  • Antes y después de Diego, salvo escasas excepciones, Nápoli fue mucho más una pasión que un equipo de fútbol. No es casual que después suyo hayan llegado los descensos y hasta el descalabro financiero.
  • No sería tan irrespetuoso de relativizar ni un poco el amor del hincha de Boca por él. Pero no vi en ningún lugar de la Argentina la demencia que Diego provocó en Nápoles.
  • Ver la cara de los hinchas mirándolo entrar en calor en el campo de juego pagaba el precio de la entrada. Más, mientras en la Boca se discute sacar de circulación la 7 del Mellizo, y no la 10 de Diego –en inmejorables manos, desde ya–, los napolitanos dejaron cesante a San Genaro como patrono de la ciudad.
  • La profesión me regaló mucho. Una, ver jugar a Diego en el San Paolo. Y es cierto, por esos días de fines de los 80, un argentino no pagaba en ningún restaurante de Nápoles, a poco que le identificaran la tonada.
  • Tan cierto como que en Roma, mientras el Nápoli jugaba la final de la UEFA, todos hacían fuerza por el Stuttgart. A favor y en contra, dos muestras más de la dimensión que Diego consiguió al sacar campeón al equipo que ni Pelé ni Cruyff juntos hubieran podido. (*)Por Gonzalo Bonadeo periodista. Diario Perfil, mayo de 2007

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